Gilmore Girls: sobre segundas oportunidades y como (no) educar a un hijo.
En la entrada de esta semana queríamos hablar no de una película, sino de una serie de televisión: “Gilmore Girls” (2000-2007). Se trata de una serie que en su momento se me pasó por completo, probablemente porque, aunque fue bien tratada por la crítica, mi impresión es que el público en general y la crítica en particular siempre la vieron como una serie “amable”, de esas que puedes ver mientras te echas la siesta en el sofá y no te engancha como para verte la serie de un tirón en un par de semanas (cosa ahora posible gracias a Netflix). Si bien esto es cierto, y la serie no tiene constantes y bruscos giros de guion como “Lost” ni intenta ser rompedora en términos de crítica social (como es el caso de la también infravalorada y supuestamente “ñoña” “Dawson’s Creek” o de “Buffy the Vampire Slayer”, sobre la que se han escrito multitud de tesis doctorales debido a su decidido apoyo al movimiento de women empowerment) sí que tiene una serie de elementos que la hace mucho más profunda de lo que es en apariencia. En concreto, nos hace reflexionar sobre el valor de las segundas oportunidades (una de mis obsesiones, ya sean en el ámbito familiar, romántico o económico) y como (no) educar a un hijo: intentando controlar férreamente su vida presente y predeterminar su vida futura.
La trama es sencilla y, más allá de amoríos y personajes secundarios a veces muy interesantes, trata fundamentalmente de los conflictos familiares protagonizados por cuatro personajes: la abuela (Emily), el abuelo (Richard Gilmore), la madre (Lorelai Gilmore) y la hija (Rory Gilmore). Lorelai, la madre, se crio en un ambiente opresivo, rígido y controlador dentro de una familia muy adinerada, pero a sus padres les salió el tiro por la culata: resultó ser una adolescente rebelde que se quedó embarazada con 16 años. Sus padres, siguiendo la estrategia de minimizar daños, decidieron que se iba a casar con el padre de la niña (Rory) y conseguirle un buen trabajo a este en la multinacional del abuelo…pero ella rehusó y huyó de casa: simplemente quería libertad, por primera vez en su vida, y ser dueña de su destino a partir de entonces. Y no le importaba el coste de esa decisión: para mantener a ella y a su hija no se le cayeron los añillos y consiguió trabajo haciendo camas en un hotel situado en una ciudad cercana, pasando de vivir en una mansión a hacerlo en un cobertizo. Durante 16 años, Lorelai fue poco a poco ascendiendo en el hotel hasta ser convertirse en la directora del mismo, y el contacto con sus padres se restringía a dos eventos al año: cena de Navidad y comida de Acción de Gracias.
Es aquí, tras esos 16 años, donde arranca la serie, que presenta un estrecho vínculo entre madre soltera e hija (según Rory, su madre es su mejor amiga y confidente), probablemente posibilitada por la poca diferencia de edad entre ellas, y la fría, casi inexistente, relación con los abuelos, que casi no conocen a su nieta. Pero entonces se da un evento crucial, lo que Acemoglu y Robinson llamarían un critical juncture si habláramos de desarrollo económico1, que va a cambiarlo a todo. Resulta que Rory, que es un ángel caído del cielo con unos hermosos y grandes ojos azules, tímida, inocente y extraordinariamente responsable y bondadosa (vamos, el sueño de todo padre), lleva desde los 4 años soñando con ir a Harvard para estudiar periodismo y ser corresponsal como su ídolo, Christiane Amanpour (probablemente mi periodista preferida). A Rory le sobra inteligencia (es una ávida lectora que lleva siempre un libro en su bolso, ya sea Tolstoi, Dostoyevski o Marcel Proust) y capacidad de sacrificio como para lograrlo… con un empujoncito. Dicho “empujoncito” consiste en pasar de su actual instituto público a uno privado, de élite y extremadamente caro que Lorelai no puede costear. Esta es la realidad del sistema educativo americano: incluso estando extremadamente capacitado, la probabilidad de entrar en una universidad de la “Ivy league”2 viniendo de un instituto público es casi cero.
Ante esta tesitura, Lorelai decide comerse su orgullo, dado que no hay nada más importante en el mundo para ella que Rory, y pedir un préstamo a su madre (Emily). Emily acepta encantada pero, como muchos otros en su posición, lo hace usando el dinero como instrumento de control: a cambio de dicho préstamo, Lorelai y Rory tendrán que ir a cenar todos los viernes, sin excepción, a la mansión de los abuelos. Al principio tanto Lorelai como Rory aceptan el trato con resignación, pero sucede algo que ellas no esperan: los abuelos, gracias a esas cenas impuestas como si se tratara de un contrato mercantil, tardan muy poco en descubrir que Rory, su única nieta, es una adolescente extraordinaria en todos los sentidos (si esto es realista o no importa poco a mi modo de ver, es algo vital para el desarrollo de la serie y las lecciones que nos va a aportar). Ello les lleva a quedar completamente prendados de Rory, que se convierte desde entonces en la niña de sus ojos. Por un lado, Emily no para de intentar dar regalos caros a su nieta, a pesar de las constantes negativas de Lorelai, determinada a preservar la independencia de ella y de su hija: por ejemplo, Rory puede ir al nuevo instituto de élite en autobús, como cualquier chica de su edad, no necesita conducir un jaguar. Por otro lado, Richard, impresionado por la inteligencia de su nieta y su casi obsesivo amor por la literatura, no para de buscar primeras ediciones de grandes libros en sus constantes viajes de negocios a Europa. Está claro que, para los abuelos, Rory constituye su “segunda oportunidad”, la hija dulce y responsable que nunca tuvieron: la relación con Lorelai puede mejorar (y de hecho lo hace, y mucho, durante el transcurso de la serie) pero tienen un pasado demasiado doloroso como para poder olvidar y pasar página.
No obstante, el ser humano es, casi por naturaleza, reacio a cambiar, o simplemente le es muy difícil abandonar ciertos hábitos y conductas, pero no imposible. Esto se ilustra en el episodio en el que los abuelos descubren que su nieta tiene su primer novio y, claro está, quieren conocerle, por lo que le invitan a la inamovible cena de los viernes. Se trata de un chico alto, guapo, trabajador y responsable, un buenazo de los pies a la cabeza que está profundamente enamorado de Rory hasta el punto de ensamblarle un coche con sus propias manos… pero proviene de una familia humilde y asiste a un colegio público, donde no es un estudiante brillante como su novia. Ello lleva a que la supuesta cena de “bienvenida” se convierta en un interrogatorio digno de la Gestapo, en la que Richard acaba diciendo al novio que, si no va a estar a la altura de su extraordinaria nieta, que se vaya de su vida porque no quiere que sea un lastre para su futuro: una vez más, surge el afán de querer controlar todo en la vida de su “segunda hija”, aunque pueda ser bienintencionado, con el objetivo de protegerla. En ese momento, la normalmente tímida y dócil Rory estalla, se levanta de la mesa y abandona la cena junto con su novio y su madre. Pero poco tiempo después ocurre algo sorprendente: Emily descubre por accidente que su hija está prometida y no le ha dicho nada. En ese momento, Emily irrumpe en el despacho de su marido y le dice algo así como: “mañana vas a llamar a tu nieta, le vas a pedir perdón por tu comportamiento de esta noche y le vas a decir que tiene un novio estupendo que siempre será bienvenido a esta casa”. Ante la respuesta orgullosa de Richard, diciendo que no pretende retractarse de nada, su mujer le responde: “lo vas a hacer, porque acabo de enterarme por terceros de que mi hija se va a casar y no quiero que esto me vuelva a pasar con mi nieta”. Emily, a fuerza de años de fracasos en la relación con su hija, ha aprendido lo pernicioso del exceso de control y no quiere desaprovechar esta “segunda oportunidad” que le brinda la vida con su nieta.
Por lo tanto, este episodio de la serie, como muchos otros que dejo para el disfrute del espectador, nos muestra dos cosas. Primero, que si somos afortunados y surge una “segunda oportunidad”, no repitamos los errores del pasado: no es fácil cambiar, pero el esfuerzo merece la pena. El segundo, que hay dos formas de educar a un hijo. Una es controlar su presente y predeterminar su futuro, gestionando una familia como una institución jerárquica y haciendo uso del poder del dinero (como trataron de hacer sin éxito Emily y Richard con Lorelai), excusándose en que se hace por el bien de este. La otra es tratarle como un igual el 95% de las veces, como hace Lorelai con Rory, que defiende que su hogar es una democracia y que solo usa su “voto de calidad” como madre en situaciones extremas, haciendo uso del afecto y no del poder, y dejándola aprender de sus propios errores en vez de intentar prevenirlos. Según la serie, parece que el segundo modelo de familia funciona mejor. Esto se ilustra cuando Rory, en su discurso de valedictorian (discurso de despedida que suele hacer el mejor estudiante de la promoción, al término del instituto) dice algo así como: “aunque siempre digo que quiero llegar a ser una gran periodista, en realidad mi principal objetivo es llegar a ser algún día como mi madre, que ha sido siempre mi referencia en esta vida”.
Tráiler (V.O.)
Disponible en Netflix.
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